Los relatos de la abuela Toci- La mujer guerrera

Los relatos de la abuela Toci- La mujer guerrera

Martha Hilda González Calderón

I

El hombre se puso en cuclillas a un lado de la tumba. Sus sentidos estaban alertas a la escucha de cualquier sonido. Portaba cuchillos de obsidiana para defender el cuerpo sepulto. La noche era clara, tibia y la luna se alzaba majestuosa. Las estrellas se acomodaban siguiendo el orden universal. Después de las primeras horas, vencido por el cansancio y arrullado por el murmullo de ranas y grillos, el hombre cabeceaba hasta que finalmente se acurrucó metiendo la cabeza entre sus piernas.

Lo estaban vigilando. Al ver que se quedaba dormido, los hombres salieron de sus escondites. Entre dos lo sujetaron de manos y pies. Le quitaron las puntas de obsidiana. Por más que intentaba zafarse, era inútil. Una mano lo jalaba del cabello y lo obligaba a ver.

Cuando estuvo inmovilizado, otros sujetos salieron de sus escondites. Eran los brujos negros. Su pestilencia era característica de los sacerdotes del templo de Huitzilopochtli. Una mezcla de sudor y sangre se acumulaba en sus cuerpos hasta tomar un extraño color negro. Melenas enormes y enmarañadas les llegaban hasta las rodillas. El más viejo no le quitaba la vista al hombre inmovilizado, balbuceando palabras ininteligibles, parecía que quería lanzarle un conjuro. El más joven –que era casi un niño- tenía la mirada perdida como si estuviera bajo los efectos de alguna sustancia alucinógena, repetía lo que el mayor hacía.

Los brujos negros auxiliados por dos hombres, desenterraron el cuerpo y abrieron el petate en donde había sido enrollado. Una joven mujer apareció ante sus ojos. Parecía dormida a no ser por la frialdad del cuerpo. Junto a ella, el pequeño cuerpo de un feto aún sanguinolento, reposaba. Al ver el cuerpo de la que había sido en vida, su esposa, el hombre que sujetaban de manos y pies comenzó a gritar enloquecido, tratándo de zafarse. Parecía que nadie lo escuchaba. Todos vieron con enorme interés el cuerpo. El sacerdote más viejo rápidamente tomó una punta de obsidiana y cercenó con precisión quirúrgica el brazo izquierdo de la mujer muerta, para luego entregársela al muchacho. Éste limpió la sangre con una tela que sacó de entre sus ropajes y lo envolvió en pencas de maguey que traía consigo. Después se retiraron.

Era una práctica común entre los pueblos prehispánicos del centro de México, el que el esposo de la mujer muerta en el parto –junto con un grupo de acompañantes- protegieran durante cuatro noches la tumba, de los buscadores de amuletos. Siendo consideradas guerreras caídas en batalla, las mujeres que habían muerto en el parto, despertaban especial interés.

Creían, por ejemplo, que el brazo de la mujer parturienta les permitiría volverse invisibles y entrar a robar a las casas en donde solo vivíeran ancianos y mujeres solas. Era de los amuletos más cotizados en el mercado negro.

Los hombres que aún sujetaban al viudo gritaban excitados. El hombre ya no oponía resistencia. Un golpe certero en la cabeza lo había dejado inconsciente; sin embargo, parecía que los demás no se habían dado cuenta: lo sujetarían hasta concluir su obra. Uno de ellos buscó la mano derecha de la mujer muerta para cortarle el dedo medio. Hubieran querido que fuera el dedo de la mano izquierda, pero los brujos les habían pagado con cacao de gran calidad por tener el brazo completo. Habían accedido. Ya sería para la siguiente profanación que tomarían la delantera. De cualquier manera, lo venderían en el mercado negro como amuleto de buena suerte entre los guerreros. De pasada, le cortaron mechones de pelo a ella y al bebé para vendérlos como talismanes de guerra. Cuando concluyeron dejaron abandonados al hombre inconsciente junto con los cuerpos de su esposa e hijo muertos.

La intensidad de los rayos del sol hizo que poco a poco abriera los ojos. No le dolieron tanto los golpes en el cuerpo ni palpar la sangre coagulada en la cabeza, lo que más le dolió fue ver a su esposa mutilada. La mujer yacía rígida entre la tierra. La falta de su miembro superior le daba aspecto de un títere abandonado. El bebé seguía junto a ella. La placidez de su sueño parecía no haberse trastocado a pesar de la agresión. El hombre lloró de coraje al comprender que ingenuamente había pensado que únicamente la partera y él sabrían que su mujer había muerto en el parto, para formar parte del grupo de las diosas Cihuateteo. Ahora comprendía que la voz se había corrido, con funestos resultados. Poco a poco se fue tranquilizando. A duras penas los volvió a colocar en el petate mortuorio y los sepultó. Cuando hubo concluido, el padre Sol empezaba a perderse en el horizonte.

II

La abuela se sentó junto al anafre, donde el fuego crepitaba, calentando un comal que hacía que las tortillas se inflaran. A un lado, tanto el jarro humeante de atole de vainilla como la olla de frijoles con epazote que hervía, aromatizaban la cocina. Un perro de piel lustrosa negra, dormitaba plácidamente en el lugar donde lo habían amarrado. Una pequeña niña de ojos llorosos se quedó parada en la entrada, como esperando que la invitara, a entrar.

La mujer la vio y bajó la mirada. Siguió volteando las tortillas y moviendo el atole, tomando su tiempo como si estuviera preparando lo que iba a decir. De repente, le sonrió y le dijo: – ¿quieres un taco?- le preguntó dulcemente, al tiempo que le mostraba las encías desdentadas. La cuenta de sus años era imposible de adivinar porque podía ser tan vieja como lo delataba su aspecto o tan joven como se mostraba por la agilidad con que manejaba los utensilios de cocina. Mientras la niña se acercaba, la mujer deslizó imperceptiblemente, unas hojas de valeriana en el atole.

La niña se talló los ojos y gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Solo se acercó y se sentó en un pequeño banco junto a la abuela. Rápidamente la mujer preparó un taco de frijoles y se lo dio a la niña. Ésta comió silenciosamente. No podía evitar que las lágrimas siguieran rodando y salpicaran su pequeño jarro de atole humeante.

Fue la abuela quien empezó a hablar:

Tienes que comer para aplacar la tristeza. Tu madre murió librando una gran batalla pero ha perdido y ahora pertenece al grupo de las diosas cihuateteo que junto con nuestra madre Cihuacoatl, acompañan a nuestro padre Sol.

De acuerdo a la cosmogonía de los antiguos pueblos en México, las mujeres que morían en el parto eran consideradas cihuateteo (diosas) o cihualpipiltin (princesas). Éstas vivían en el cielo ocupado por el sol, junto con los guerreros muertos en batalla quienes pasaban cuatro años en este espacio antes de convertirse en colibríes y mariposas.

Cuando la niña la escuchó, fue como haber quitado un dique que se le había atorado en la garganta. Entonces sí, empezó a llorar quedamente. Solo alcanzó a preguntar entre sollozos:

¿Y el bebé? ¿A dónde se fue?

La abuela siguió moviendo el atole:

Era un varón que ya había muerto desde antes de nacer. Ese bebé ahora se alimenta del Chichihualcuauhuitl, que es el árbol que destila leche y que se encuentra en el Tonacacuauhtitlan. Tu hermano seguro es un colibrí que vuela gustoso en ese cielo alimentándose del Árbol de los Mantenimientos y de las hermosas flores que hay en ese lugar. Ahí los niños que mueren chiquitos se convierten en esos pajarillos donde juegan y revolotean – dijo la anciana, al tiempo que la apuraba a tomar su atole, que se enfriaba. La niña obediente, lo tomaba en pequeños sorbos.

El Tonacacuauhtitlan es el jardín donde moraban los padres creadores. Ahí se encontraba un árbol o “árbol de la mamazon”, donde los niños que habían muerto al nacer se alimentaban, transformados en colibríes.

La niña tenía muchas preguntas y siguió insistiendo:

¿Porque mi padre se fue con ella al cementerio?

La abuela suspiró y pausadamente, cuando iba a responderle sobre el valor que tenían los amuletos que provenían de ciertas partes del cuerpo de las mujeres que morían durante el parto, la niña ya se había quedado dormida.

III

Soy una mujer guerrera. He muerto en la lucha por dar la luz a un hijo y vago junto con las cihuateteo, como nos llaman, por las calles de la gran Tenochtitlan.

Un brujo negro mancilló la integridad de mi cuerpo –cuando ya había sido sepultado- utilizó mi brazo para realizar un conjuro y dejar paralizadas y sin palabras a dos mujeres a las que había sorprendido en sus casas, solas, para violarlas y robar sus pertenencias. Aunque les había robado el habla, yo empecé a dar la voz de alarma por ellas. Eran tan espantosos mis gritos que los vecinos acudieron presurosos con palos y piedras y les dieron muerte. Tuve lástima de un brujo joven, de mirada perdida que le acompañaba. Al momento que le quitaban la vida, me descubrió. Supo que era la mujer que ellos habían mutilado hace algunas lunas. No puedo describir el horror que se dibujó en sus rasgos. Parecía no tener más de quince años.

En mis correrías, cuando las madres escuchan mis lamentos, esconden a sus hijos e hijas para evitar que mi mirada pueda llevarles sufrimientos o enfermedades. A veces, los escudriño por las grietas de sus casas y los veo cuando son amamantados o empiezan a dar sus primeros pasos. Los veo sonreír y balbucear sus primeras palabras. Un dolor me llena el alma ante el hijo que perdí, ante la hija que llora mi ausencia y por el esposo que defendió nuestros cuerpos sagrados. No quiero hacerle mal a nadie, solo que no me encuentro. Me busco en la mirada de las madres, en los ojos de sus hijos. No soy agua, ni fuego, solo soy viento que aulla enloquecido para acallar su dolor.

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