Los relatos de la abuela Toci: La Sirena y el Dragon

Los relatos de la abuela Toci: La Sirena y el Dragon

Para un Colibrí.

No sabía quién era. Hasta ese momento, su caminar había sido errático. Un malestar emocional la invadía permanentemente. Un día salió de su casa en donde nadie la esperaba. De su ciudad en donde pocos la conocían y errante llegó al mar. Ahí, algo observó que la sorprendió. Se escondió atrás de una roca y vio a una sirena. Era tan hermosa, tan dueña de sí misma. Majestuosamente, como si fuera una estatua, tenía fija la mirada en el horizonte. Ahí empezó su fascinación. Esperar que cada tarde, antes del ocaso, se sentara en ese preciso lugar a observar el mar. Su serenidad la contagiaba. Cuando el día había muerto, el sol se había ocultado y las sombras de la noche lo invadían todo, ella seguía el suave ritmo de las olas y se adentraba nuevamente en las profundidades marinas.

Cada día, puntualmente, llegaba a ese rincón de piedra que le permitía observarla sin ser vista. Hasta que llegó el día. Nunca lo podría olvidar, cuando la escuchó cantar. Era ya legendaria la fuerza hipnótica que tenía el canto de las sirenas. De generación en generación, se había prevenido de no escuchar su canto, porque conducía a la locura. En su caso lo que fue un deslumbramiento, se volvió una obsesión y finalmente, la pérdida de la razón. Su pensamiento, su voluntad, sus sentimientos giraban en torno a ella. No podía pensar en otra cosa cuando estaba despierta y cuando finalmente podía dormir, su canto inundaba sus sueños. Entonces, ya no se movió de ahí. Para sobrevivir, cazaba los pequeños animales que se acercaban a su escondite y se los comía solo para poder resistir. Empezó a recoger agua de lluvia para saciar su sed. Contaba las horas que faltaban para volver a verla. Se sabía hechizada y no se resistía: se había entregado por completo, al embrujo de esa voz.

La niña abraza cariñosamente a su padre, Teon, cada vez que descubre una nueva estrella en la bóveda celeste. Pacientemente, su padre le enseña a utilizar un instrumento al que llama astrolabio, para ayudarle a calcular la ubicación de las estrellas. Una noche tan oscura les permite una larga sesión de observación astronómica pero ya es tarde y deben descansar. Salen de ese centro del saber al que llaman Mausoleo y caminan lentamente por las desiertas calles de Alejandría. La niña no cesa de hacerle preguntas a su padre. Su curiosidad no tiene límites y su padre la alienta a seguir preguntando para seguir avivando la inteligencia de Hipatia.

Tantos días a la intemperie tuvieron un resultado previsible: su salud empezó a quebrantarse. A pesar de estar ardiendo en fiebre y con una tos persistente, se negaba a moverse de su observatorio. Un día empezó a delirar y a hablar sola. No sabía cómo llamarla pero la reclamaba. No sabía cómo dirigirse a ella pero balbuceaba su nombre. Hasta que pasó lo inimaginable: ella se acercó. Al verla casi moribunda, le dio agua y alguna pócima que llevaba con ella. La cuidó día y noche hasta que ella se curó. Ya no se internaba en el mar para estar con los suyos, estaba ahí a su lado sin decir nada; sintiendo una gran compasión por esa mujer a quien había descubierto hace muchas lunas, cuando la observaba. Para ella había cantado, para embrujarla.

Poco a poco fue recobrando las fuerzas. Cuando abrió los ojos, la Sirena estaba junto a ella. Pensó que deliraba pero, aun así, sonrió. Ella correspondió a su sonrisa, contenta de que se hubiera salvado. La tocó con la mano y ella empezó a escucharla, no a través de palabras articuladas. Su mente empezó a recibir imágenes:

—Mujer delirando atrás de una roca, muchos soles y lunas, abre los ojos, sirena sonriendo —fueron las imágenes que la mujer maravillada, recibió. Sonriendo, cerró los ojos y pensó en imágenes:

—Escondida en ese rincón, muchos soles y lunas, latido, latido, latido.

La Sirena sonrió triste y contestó, siempre con símbolos:

—Sirena cantando el nombre de Hipatia, enfermedad, sirena alejándose, dragón, dragón, dragón.

Las últimas imágenes la desconcertaron. Hipatia comprendió que ella no estaba entendiendo. Empezó a acariciarle el cuerpo, hasta que ella empezó a observarse y lo que vio la sobresaltó: su cuerpo había tomado un color verdoso con una textura tan rugosa que fuertes escamas lo cubrían, como si portara una armadura. Una larga cola se movía casi de manera autónoma. La sorpresa no dejaba lugar al miedo. Cuando la miró a los ojos para interrogarla, no solamente pudo verse en sus pupilas para descubrir que una gran osamenta coronaba su cabeza, sino que su mirada podía traspasar el cuerpo físico de la sirena para ver un remolino en su interior. Entonces supo que estaba perdida.

Pudo concentrarse nuevamente en sus pupilas cuando la Sirena le explicaba con imágenes que no quería hacerle ningún daño. En lugar de llevársela al fondo marino, como había sido su primera intención, la había convertido en dragón, para protegerla de la voz de las sirenas. Ahora era la voz del dragón la que, acompañada de un fuego abrasador, podía matar a la sirena o a cualquier ser vivo.

En el Mausoleo no cabe ni un alma. El silencio es total y sólo la suave voz de una mujer se escucha: Hipatia explicando las tablas astronómicas que ha construido, después de muchas horas de arduo trabajo, observando el cielo. Muestra en un pergamino que sostienen dos de sus discípulos, la Constelación Tauro. Cuyo conjunto de estrellas ha podido medir con mayor precisión, a través de las mejoras que ella misma ha hecho al astrolabio que, años atrás, su padre le enseñó a utilizar. Sus alumnos la siguen con veneración. Si su belleza es sorprendente, ésta no es comparable a su inteligencia. A sus veinticinco años ya ha escrito varias obras de geometría y algebra y sus razonamientos son citados por sus discípulos como Sinesio de Cirene o Hesiquio, también de Alejandría u Orestes, quien será prefecto y representante del Imperio Romano.

Desde muy joven es asediada por jóvenes de las mejores familias de Alejandría, quienes aspiran a conquistar su corazón pero su inteligencia, inhibe a la mayoría. Después de ser aclamada de pie por la concurrencia, se ha quedado sola con algunos de sus discípulos que siguen preguntándole detalles sobre su disertación. Hipatia los escucha y pacientemente contesta sus dudas. Recoge sus cosas para regresar a su casa. Uno de sus alumnos, Olimpio, se ofrece a acompañarla para ayudarla a llevar pergaminos, astrolabios y todos los materiales con los que ha mostrado los avances de sus observaciones astronómicas.  

Cuando llegaron, Olimpio suda profusamente, su nerviosismo es evidente. Toma aire, cierra los ojos y  le dice:

—No puedo ocultarlo más, quiero decirle que tengo un sentimiento muy profundo hacia usted. No puedo quitármela del pensamiento y le suplico una oportunidad para conquistar su amor.

Hipatia no dice nada. Se da media vuelta y se retira a la cámara contigua. Cuando Olimpio, desconcertado, se dispone a partir, ella regresa con algo entre sus manos:

—¡Ahí tienes de lo que estás enamorado y no es hermoso! —le espeta, al tiempo que le avienta a la cara, un paño enrojecido con su sangre menstrual— Si aprecias en algo mi amistad, no quiero volver a escuchar una insinuación de ese tipo.

El dragón se levantó poco a poco, como acomodándose en su propio cuerpo. No dejaba de mirarse. Le gustaba el color de su piel, su enorme tamaño y la cola reptiliana que se movía de un lado a otro. Además de que su vista era telescópica y podía alcanzar miles de millas. Lo más increíble fue su descubrimiento de que podía volar y entonces, por primera vez en su vida, fue feliz.

Hipatia solo lo observaba. Le sorprendía como estaba disfrutando su nueva condición. De la mujer taciturna, de mirada perdida, había dado paso a un dragón exultante, se diría casi dichoso. Aprovechando las olas que acariciaban su cuerpo, lentamente se fue alejando hasta regresar, nuevamente, al sitio donde la mujer la había visto por primera vez.

El dragón se entretuvo volando. Era increíble la rapidez con la que se había ajustado a ese nuevo ser. Al volar, sentía al viento chocar con su armadura y le gustaba. Sus sentidos eran más sensibles que nunca. Al aspirar la brisa marina, sentía una multitud de olores, antes desconocidos que emanaban del océano. Desde el aire podía observar los cardúmenes de peces plateados, las enormes ballenas, los tiburones martillo, los bancos de corales, las enormes medusas multicolores hasta los peces abisales de las áreas más profundas del mar. 

Regresó al promontorio rocoso donde la había visto por primera vez. Esta vez contó con la suficiente serenidad para escucharla cantar. Su canto describía desiertos marinos y lluvia de corales. Le cantaba a una ciudad perdida donde alguna vez había vivido. Le cantaba a Atlantis. La imaginación del dragón se poblaba a medida que escuchaba esas fantásticas historias de otros tiempos, de otros mundos. Poco a poco, enrollando su cola alrededor de su cuerpo, se quedó dormido, soñando con sirenas en civilizaciones lejanas. No se dio cuenta cuando Hipatia regresó al mar.

El carruaje rueda velozmente por las calles de Alejandría. La gente se hace a un lado, no solo por la riqueza que ostenta ni la belleza de los caballos, sino por todos los guardias que lo protegen. Se trata del carruaje del patriarca Cirilo de la iglesia cristiana de Alejandría. A pesar de los esfuerzos de la escolta, el carruaje se detiene en una de las calles principales porque el gentío se amontona en una casa notable pero sumamente austera.

Fastidiado, el Patriarca ordena que se quite a la gente para que puedan proseguir su camino.  Uno de los guardias regresa y haciendo una reverencia dice:

—Esa gente está escuchando a esa mujer llamada Hipatia. Me han dicho que no quieren moverse para no perder el hilo de sus razonamientos filosóficos. Me piden que rodeemos esta calle.

El Patriarca masculla entre dientes:

—Otra vez esa odiosa mujer, incitando a la gente con sus enseñanzas paganas. Se siente intocable porque aconseja al Prefecto Orestes, ¡ese imbécil! Esa bruja es la que le mete ideas contra la iglesia, pero llegará el día. . .  —sin pensarlo, grita—: ¡Pasen a como dé lugar!

A punta de latigazos, los guardias logran mover a la muchedumbre que recibe el duro castigo y luego vuelve a ocupar sus lugares.

Al otro día, cuando las primeras luces apenas despuntaban, el dragón ya había despertado inquieto y con mucho apetito, quería comer frutos, hojas, lo que hubiera. Afortunadamente, cerca de la playa, crecían árboles frutales silvestres en donde pudo saciar su hambre. Gracias a su poderosa vista, descubrió un riachuelo. Se percató que también podía distinguir tonalidades que nunca su ojo humano había percibido. Colores nunca vistos que le hacían maravillarse del mundo. Cuando había saciado su hambre y su sed, voló dando círculos para no perder de vista el promontorio rocoso, a donde llegaría Hipatia. A la hora exacta, apareció. Sus ojos de dragón ahora la observaban de manera distinta. Era más bella de lo que sus ojos humanos la habían apreciado. Tenía una cabellera con un color indefinido, semejante al color turquesa, en donde resaltaban pequeñas estrellas marinas que generaban una suave música. Sus ojos eran color arcoíris, su piel era apiñonada, no tenía senos y sus piernas eran remplazadas por una hermosa cola de pez, color naranja. Cuando lo vio esperándola, con la ansiedad reflejada en los ojos, sonrió:

—¿Cómo estas dragoncito? —le preguntó con un timbre que se escuchaba con un eco paralelo de su voz— ¿Has podido comer?

El dragón sonrió y le acercó algunos frutos que había guardado para ella. La sirena agradeció con la mirada, pero no comió nada. Empezó a hablar sobre las matemáticas que, para ella, eran el alma de la música. Le dijo que todo se manifestaba a través de la música. Todos los seres del universo generaban música. Algunos hacían música estridente y que molestaba a otros. Otros producían una música tan lenta y elemental que solo era apreciada por los pocos que tenían la paciencia de escucharla. El universo hacia música y ésta se unía a la producida por otros universos, en una sinfonía universal. El tiempo y el espacio eran música para quienes tenían la capacidad de escucharla. Todos los seres vivos, desde las enormes ballenas con sus voces agudas hasta las pequeñas hormigas que hacían música frotando sus antenas. La música era la razón de la existencia de los seres. Pasaron largas horas, ella le mostraba la profundidad de sus conocimientos y a veces le cantaba canciones. El dragón le respondía mentalmente, a través de imágenes, siempre teniendo cuidado de no pronunciar palabras frente a ella. Se contaron todo… bueno, casi todo. Solo un tema evitaban, porque sabían que era fuente de sufrimiento para los dos: su contacto con los humanos.

Cuando Hipatia terminó de hablar ya era de noche. El dragón le preguntó mentalmente:

—Ya es tarde. ¿Te vas a ir? —Y miró la bóveda celeste donde miles de estrellas los observaban. La luna se había escondido y solo la luz estelar los alumbraba.

—Esta noche me quedaré contigo. Te voy a enseñar mi otra gran pasión: observar las estrellas. 

Sacó entre sus ropas un astrolabio y le enseñó cómo utilizarlo.

Orestes contempla a esa mujer que desde su juventud lo ha intrigado. Hipatia había llevado una vida dedicada al estudio en diferentes materias, desdeñando honores, riquezas y hombres que aspiraban a desposarla. Manteniendo una vida de asceta y de una virtud, a prueba de cualquier habladuría. El único que se atrevía, en público y en privado, en calificarla como bruja y denostarla, apoyado a un grupo de incondicionales a quienes pagaba su lealtad, era ese truhan de Cirilo que se ostentaba como patriarca y que, según sus informantes, había jurado matarla.

Orestes busca a su antigua maestra, cada vez que tiene que tomar una decisión importante. Hipatia lo modera y le pide paciencia contra las provocaciones de esa iglesia que se vuelve corrupta e intolerante, especialmente le pide serenidad para tratar con el patriarca Cirilo. Las pugnas entre cristianos y paganos son un terrible peligro para Alejandría. La tolerancia debe de imponerse y ella le recuerda los planteamientos filosóficos de Platón y Plotino. Por eso aprecia la sabiduría de Hipatia, porque su orientación le permite ponerse encima de esas luchas de odio en la que parecieran tan frágiles.

El dragón se acomodó a su lado para ver las estrellas. Descubrió que gracias a su vista telescópica podía ver la forma de las constelaciones, de manera más fácil. Así conoció muchas constelaciones que se dibujaban en el cielo. Hipatia le señalaba las estrellas más brillantes:

—¿Puedes ver la constelación Leo? Dedicada al León de Nemea. Mira allá, es la constelación Andrómeda y junto está la de Perseo. Esa de allá es la de la Nave Argo en honor a Jasón y los Argonautas. 

Cada constelación escondía una historia cantada por las sirenas, en donde aparecían héroes, reinas y reyes, osos, perros, leones. Al principio, los hombres las escuchaban extasiados. No solo por la hermosura de su voz, sino por la sabiduría que sus canciones encerraban. Hasta que un día las secuestraron y a muchas, las aniquilaron, porque la ambición los había cegado; entonces las torturaban para que les dijeran donde estaban los tesoros de las embarcaciones que naufragaban. Ahí la historia de los hombres y las sirenas había dado un giro mortal: como el canto de las sirenas narraban historias maravillosas de tesoros escondidos, de cura de enfermedades o de civilizaciones perdidas y parecía que la codicia de los humanos no tenía limites, ellas pusieron en sus voces la semilla de la locura, para que quienes las escucharan no pudieran sacar ningún provecho.

De repente se quedó callada observando las estrellas, como inspirada. El dragón que seguía sus cantos e historias, maravillado, volteó a mirarla extrañado. Entonces ella empezó a cantar una hermosa melodía en honor a Orión, el apuesto príncipe, señalándole entre las estrellas su cinturón y su espada. Cuando concluyó la canción, acarició la enorme cabeza y le dijo:

—Tu nombre es Orión.

Los días y las noches que siguieron fueron inseparables. Dos soledades que se unían. Dos mundos que se conjugaban. Dos seres que se comunicaban libremente. El dragón la llevaba en su espalda y juntos volaron a lugares fantásticos. Siempre evitaban las ciudades y preferían ir a lugares perdidos donde nadie los viera. Cuando avistaban embarcaciones o pequeños poblados, la sirena cantaba para que, por un breve tiempo, se hicieran invisibles. Si por accidente alguien los veía, entonces la sirena dejaba escuchar sus cantos y aquellos infelices, enloquecían. Cuando Hipatia se sentía cansada, Orión descendía y la sirena, majestuosamente, saltaba al mar haciendo piruetas en el aire, para luego salir a la superficie y ser recogida por el dragón.

Orión la cuidaba como su más preciado tesoro. Hipatia le abría la fuente inagotable de sus conocimientos. Un día cantó una historia extraña que llenó de dudas al dragón. Cuando hubo concluido lo miró largamente y le dijo:

—Somos los sobrevivientes de un gran pueblo llamado Atlantis. Nuestros conocimientos eran vastos, al igual que nuestra soberbia y orgullo. Eso fue tierra fértil para que un día, las luchas intestinas hicieran que nuestros sabios se pusieran del lado del odio y fraguaran el derrumbe de nuestra civilización, con tal de aniquilar a los otros. Algunos, después de la conflagración, vagamos durante miles de años y empezamos a seguir a esos extraños seres llamados homos, para poco a poco, enseñarles algo de nuestros conocimientos. Les enseñamos a usar el fuego, a construir pirámides y a observar las estrellas, para que se dieran cuenta de su pequeñez. Otros, temerosos de sufrir nuevamente, se quedaron en el fondo marino, bajo las formas de sirenas y tritones. Ellos me salvaron porque, alguna vez, mi padre y yo tomamos la forma de humanos.

Orión sentía que la cabeza le daba vueltas. ¡Hipatia había sido humana! Deseo con todo su ser haberla conocido en esa condición para acompañarla siempre, pero se cuidó de cuestionarla porque la sirena seguía hablando:

—Hoy te mostraré un poder más que mi pueblo poseía y que a pesar de eso, no pudimos hacer nada —musitó tristemente—. Hoy vamos a volar, pero seré yo quien te conduzca, porque de mi mano viajaremos en el tiempo de mi historia.

El dragón se encuentra en una ciudad desconocida, de majestuosos edificios, en un tiempo lejano, a saber por el tipo de vestimentas. A pesar de que se encuentra en medio de un mercado, en donde los comerciantes ofrecen a gritos productos traídos del Valle de Nilo, nadie lo puede ver porque Hipatia ha cantado para volverlo invisible. De pronto se escuchan gritos y lamentos. Una turba se acerca peligrosamente, tirando a su paso los puestos junto con los productos, ante la desesperación de los mercaderes. El dragón no comprende lo que está pasando. Vuela hacia uno de los tejados más cercanos para ver mejor la escena. Entonces ve a Hipatia convertida en una mujer madura. Hilos de cabellos blancos, han sustituido a las diminutas estrellas de mar que decoraban su cabeza, esta semidesnuda y un hilillo de sangre corre por la comisura de sus labios. Se cruzan sus miradas por un momento, pero una bofetada la obliga a cerrar los ojos. Esos hombres enloquecidos la golpean con piedras y palos. Hipatia no ofrece ninguna resistencia, solo se queja débilmente. Orión horrorizado al observar que han empezado a desollarla con conchas y guijarros, ruge como nunca lo había hecho en su corta vida. Nadie supo cómo ni quién. . . inició el terrible incendio en Alejandría.

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