Relatos de la abuela Toci-¡NO AGUANTAN NADA!

Relatos de la abuela Toci-¡NO AGUANTAN NADA!

Celia lloraba amargamente. Su llanto era una mezcla de coraje, vergüenza y orgullo lastimado. A pesar de los intentos para consolarla de Rafael, su esposo, todo era en vano. Ella misma se reprochaba el haber aceptado esa invitación; la que solo sabía de trabajo, que no participaba en ningún tipo de evento social y que vivía para cuidar de sus hijos, sus nietos y del pequeño negocio que le permitía a ella y a su esposo, salir adelante. Se sentía tan enojada consigo misma y con los demás, que consideraba que había caído en una trampa para ponerla en ridículo. Rafael sonreía, cuando su mujer no lo veía; para él, había sido una velada deliciosa que había tenido un final no muy afortunado, sin que llegara a preocuparle.

Celia no era de muchos amigos, menos de amigas. Los pocos que tenía los podía contar con los dedos de una mano. Uno de ellos era su amigo de la infancia, Ramón, quien los había invitado a la boda de su hijo. Por eso había aceptado. ¡Con qué ilusión había ido a comprar esa blusa!  Cuando salió de su casa de la mano de Rafael, se sentía rejuvenecida y amada.

¿Quién iba a decir cuando, treinta años atrás, desesperada había ido al despacho de Ramón, con sus dos hijos pequeños y la vida destrozada, para llorar su abandono y pedirle una oportunidad laboral? En esa ocasión había encontrado al hombre compasivo que la había escuchado y se había condolido de su situación. En lugar de darle un empleo para salir del paso, se había ofrecido a ser su asesor financiero y le había prestado un pequeño capital, ayudándole a hacer un plan de negocios, que ella había seguido con tanta devoción que le había permitido establecer una tienda de productos orgánicos, que había sido todo un éxito.

Celia iba callada, distraída en sus recuerdos. Cuando llegaron, la fiesta ya había comenzado. Los anfitriones los habían ubicado en una de las mesas principales, donde estaban sentados los parientes que venían de la Ciudad de México. Ramón los había presentado como “sus amigos muy queridos” y les había pedido que los trataran como parte de la familia.

Los trataban con tanta familiaridad que Celia empezó a dejar de lado sus acostumbrados recelos y empezó a disfrutar de la fiesta. Cuando el mesero solícito se había acercado a su mesa y les había preguntado cortésmente lo que querían tomar, ella no había dudado en pedir un whisky, ante la mirada sorprendida de su esposo que sabía que ella nunca había tomado una gota de alcohol. Divertido, había pedido lo mismo. Los tragos se habían multiplicado gracias a la prestancia del mesero pero ni luces de la cena. Si Celia se hubiera acercado a la cocina, seguramente se habría percatado de la angustia de los organizadores por que el platillo principal había llegado casi crudo. Celia y Rafael no notaban el paso del tiempo porque la charla era entretenida, la bebida circulaba profusamente y el baile había comenzado. Celia –achispada– le pidió a su marido que la sacara a bailar. Él de inmediato la había tomado de la mano y suavemente la había llevado al centro de la pista y se habían unido a otras parejas que abrazadas bailaban al ritmo de una balada romántica. Las mujeres con las que compartía la mesa se habían quedado observando a la pareja y murmuraban:

–¿Qué edad les calculas a esta parejita? –dijo, señalándolos con la cabeza.

–Cuando menos ella le lleva 30 años –contestó la otra, mordazmente–, ¿ya viste el cuerpazo que tiene? ¿Cuántas operaciones se habrá hecho? ¡Su marido es un bombón!

Lo que ellas no sabían era que Rafael había conocido a su mujer por medio de su mejor amigo e hijo mayor de ella, Juan. Al principio, al verlo tan atento con su mamá, Juan se había molestado. Luego, Rafael había hablado con él, seriamente, y le había dicho que quería a su mamá a la buena. Juan lo había amenazado que se las vería con él, si no era bueno con ella.  Sin embargo, más que el hijo, la que costó más trabajo convencer fue la propia Celia. Había quedado tan decepcionada del matrimonio con el padre de sus hijos que se había jurado nunca caer en los brazos de otro hombre. Cuando notó que el mejor amigo de su hijo la pretendía, lo empezó a evitar. Rafael no se daba por vencido, para él no había problema con la diferencia de edades, ni las habladurías de la gente, pero ella no accedía. Un día habló con su mamá sobre sus sentimientos hacia Celia.  Doña Elena era una mujer dura y autoritaria, pero adoraba a su hijo. Lo escuchó y quedó convencida que su hijo hablaba sinceramente, así que le llamó a Celia y le pidió una cita para decirle que se quitara de prejuicios y que pensara seriamente en las proposiciones de su hijo. Después de un breve noviazgo, se habían casado en una discreta ceremonia donde solo habían asistido los hijos de Celia y la madre de Rafael.

Durante sus casi treinta años de matrimonio, Celia siempre se sentía intimidada cuando presentaba a Rafael como su marido. Preocupada por el qué dirán, nunca hubo un beso o un abrazo en público. Siempre trató de que quienes no los conocían, pensaran que era un empleado más. Rafael al principio se molestaba, después se acostumbró al trato distante con que lo trataba su mujer en público.

Esa noche, animada por el alcohol, había decidido que le demostraría a Rafael todo lo que lo amaba.  Al ritmo de la romántica balada le había echado los brazos al cuello y le había ofrecido su boca que, por supuesto, Rafael besó tiernamente. Las parejas alrededor miraban esa pareja que de manera desinhibida se besaba y que a todas luces, ya se les habían pasado las copas. La esposa de Ramón fue a buscarlo para alertarlo que su amiga estaba exhibiéndose ante sus amistades, la crema y nata de esa conservadora ciudad. El pobre hombre que no hallaba como se pudiera cocer el pollo crudo que les habían enviado, había decidido que la guarnición se serviría como plato principal y que se justificaría como una clásica cena vegetariana. Los novios estaban tan felices que si les hubieran servido piedras, se las hubieran comido de buen grado.

Rafael se separó de su mujer, la tomó de la mano y le dijo susurrándole al oído que ya estaban sirviendo la cena. Ella que sentía que había cerrado los ojos por un segundo, para dejarse mecer por la suave música, se dio cuenta que en realidad ya había empezado a dormitar. Regresaron a la mesa y fue evidente que la cordialidad con la que habían sido recibidos se había convertido en un frio glacial. A los dos no les importó. Tomaron ávidamente la sopa y se sorprendieron que de plato fuerte solo sirvieran papas con muchos espárragos. Alguien en la mesa comentó:

–Creo que la novia es vegetariana. ¡Nos han puesto a todos a dieta!

Todos asintieron y sonrieron. El mesero que buscaba ganarse una buena propina con esa pareja que bebía más rápido que el resto, empezó a servir el vino y Celia que para ese momento estaba francamente borracha, siguió tomando.

La música seguía tocando y de repente Celia sintió que Rafael la movía para despertarla. Aunque la fiesta continuaba, ya nadie estaba en la mesa. Se dio cuenta que un vómito verdoso manchaba su blusa nueva. Horrorizada le suplicó a su marido que se fueran de inmediato. Rafael que también se había quedado dormido, la tomó de la mano y salieron furtivamente por una puerta lateral. El mesero al regresar a la mesa con la charola repleta de platos con rebanadas del pastel nupcial, vio con frustración que su acariciada propina se esfumaba con la desaparición de los invitados. De camino a casa, Celia y Rafael reían divertidos, aún bajo los efectos del alcohol. Habían dejado su vehículo en el estacionamiento y habían decidido tomar un taxi.

Al otro día, Celia se había despertado con un fuerte dolor de cabeza y un gusto a cobre en la boca. Había tomado un café muy cargado y se había metido a dar un largo baño. Al recoger su ropa tirada en el suelo de su recámara, y tocar los restos del vómito seco que aún quedaban en su blusa, recordó lo que había pasado.

Una sensación de malestar la invadió pero su desasosiego se hizo mayor, cuando al revisar su celular, encontró que Ramón, su amigo de toda la vida, le había mandado una foto tomada la noche anterior, en donde los dos estaban dormidos uno contra el otro y ella tenía una horrible mancha verde llena de trozos de espárragos que le caía en el pecho y un hilo de baba que le colgaba de la boca abierta. Sintió que se moría de vergüenza. Trató de disculparse con su amigo, mandándole un sentido mensaje, pero se dio cuenta con horror, que él la había bloqueado. Como una niña empezó a llorar amargamente. Su llanto era una mezcla de coraje, vergüenza y orgullo lastimado.  Cuando Rafael supo la razón del llanto de su mujer, no dijo nada. Solo la abrazó y le dio un beso en la frente. Ella se fue calmando, dentro de todo el malestar físico que sentía se fue abriendo paso un sentimiento de agradecimiento a la vida. Su llanto se volvió risa y luego carcajadas. Ramón ya no sabía si las lágrimas eran de tristeza o de incontenible risa y también empezó a  reír. Cuando se calmaron, Celia le dio un largo beso y exclamó: ¡No aguantan nada! . . .

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