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- 02/05/2021
Relatos de la abuela Toci-Día de mercado en Tenochtitlan

Martha Hilda González Calderón
Amanecía en la gran Tenochtitlan. A pesar de la quietud, en Tlatelolco, desde la madrugada ya había empezado el movimiento. Como era día de mercado, desde esa temprana hora era un hormiguero caminando aquí y allá. Tengo la costumbre de llegar con mi mamá, muy temprano. Me gusta acompañarla a esos largos paseos que da por el mercado. No es una mujer común, es de cuna noble, que tiene como profesión ser una mujer tlacuila, de las pocas que hay en Tenochtitlan. Por supuesto le ayuda ser la hija del maestro principal de los tlahcuilohqueh o tlacuilos y quien dirige los trabajos en la Casa de los Códices, pero su gran talento para recrear lo que pasa a su alrededor, le ha merecido un lugar preponderante en el grupo especializado de ilustradores de códices. Conoció a mi papá durante su juventud, cuando se preparaba, pero él se ha especializado en el dibujo de mapas y constantemente tiene que salir, a medida que las fronteras del imperio se amplían, porque a él corresponde además de mover las fronteras para incluir a nuevos pueblos, el calcular las tablas para cobrar tributos.
Aunque yo ya soy una adolescente, mi mamá siempre me toma de la mano, ella trae un morral cruzado en el pecho, en él guarda algunas cuentas de cacao, para comprar lo que necesita y también algunas hojas de papel amate y algunas pinturas. A veces se pone a dibujar al momento para describir lo que está pasando, como cuando hubo un altercado entre un comerciante de esclavos y un guardia pochteca; en aquella ocasión, mi madre, escondida para que nadie notara su presencia plasmó en un rápido dibujo lo que estaba pasando. Los tlacuilos no solamente dibujan, su formación es de las más cuidadas, pues toman clase de religión, orden de las festividades, astronomía, matemáticas, ciencias, porque como dice mi abuelo, a ellos corresponde construir y contar la historia del Imperio y para ello, deben entenderla.
Tan ensimismada estaba en mis pensamientos, que me causó un gran sobresalto la estridencia de ladridos, graznidos y rugidos, señal de que habíamos llegado a la sección de animales, en donde en perfecto orden había: xolozcuintles, perros de sabrosa carne; conejos, víboras, armadillos, tejones, tortugas, pájaros de hermosos plumajes. Esta área del mercado era la favorita de mi mamá quien se detenía a cada rato para preguntar por tal o cual animal. Esta vez, quería ver los tipos de grullas que ofrecían en el mercado, pero solamente encontró unas pequeñas y famélicas que habían cazado la víspera, en el lago de Texcoco. La gente le abría el paso cuando se acercaba, a pesar de que no llevaba ninguna joya y solo vestía una falda o cueitli, sostenida por una faja o nelpiloni y un huipil o uipilli hecho de nequén, una tela sencilla de algodón. Nada que ver con otras mujeres que la saludaban cuando la reconocían, que usaban hermosos quechquemitl y los adornaban con collares de jade y obsidiana; pero lo que delataba nuestro noble origen era que ambas portábamos sandalias o cactli y sobre todo, su manera pausada y distinguida de dirigirse a los diferentes vendedores.
–Mira, Yeyetzin, vamos a llevar con nosotras esa grulla con pocos días de nacida –me dijo–, señalando una pequeña ave que apenas podía mantenerse en pie.
Asentí encantada, recibiendo a la pequeña ave y acunándola en mis brazos.
Unos pasos más adelante se abría un universo de sabores y colores: sobre el suelo en montones ordenados, se apilaban diferentes tipos de chiles, maíz en mazorca con sus huitlacoches en flor, calabacitas recién cortadas, quelites, nopales, algas tecuitlatl, huauzontles, aguacates. Se hacía agua la boca al observar las enormes guanábanas, los mameyes aterciopelados o los pedazos de piña que las vendedoras ofrecían a los paseantes, las aguas de diferentes frutas con chía flotando en los bordes y para avispar el ánimo, pulque o néctar de los dioses, preparados de un sinnúmero de sabores. Mi mamá cortésmente declinaba las invitaciones a degustar aquí y allá las frutas que le ofrecían, porque tenía servidumbre que se encargaba de comprar lo necesario para abastecer nuestra cocina. Sin embargo, su caminar se hacía más pausado porque era el área donde las mujeres vendedoras eran las más chismosas y se contaban entre si las noticias que corrían en el Imperio.
–y entre más agua llevábamos los vecinos, el templo más rápido se quemaba; como si el gran Huitzilopochtli no quisiera más estar entre nosotros –comentaba, preocupada, una vendedora de guajes a otra.
–¿Y qué me dices de los lamentos que se escucharon la otra noche, de una mujer que lloraba por sus hijos? –decía la otra, con la angustia reflejada en el rostro, al tiempo que espantaba las moscas de su puesto de miel.
Pacientemente esperaba a mi mamá, pero ansiaba llegar al área de los distintos guisos que se ofrecían. Hasta donde estábamos llegaba el aroma del atole humeante, los jilotes cocidos, moles de diferentes tipos, las tortillas que se inflaban en los comales y desde temprano ya se servían tamales, pescado recién traído en grandes hojas de palma o tiras de carne seca de venado que colgaban de tendederos a la vista de todos. Yo me decidí por un tlacoyo de haba y un atole de pinole, y me entretuve tratando de enfriar mi bebida para darle unas gotitas a la pequeña grulla. Mientras tanto, mi mamá observaba a un joven de mirada perdida, casi un niño, ricamente ataviado, al que le abrían paso entre el gentío; las personas al verlo, bajaban la cabeza en señal de respeto. Venía acompañado de sus cuatro esposas y una veintena de jóvenes que bailaban y tocaban sus flautas y tambores haciendo una gran algarabía. Participaban en la gran fiesta de Tóxcatl, que duraba un año y tenía un trágico final, pues durante la celebración le arrancarían el corazón aún palpitante, como una representación terrenal de Tezcatlipoca, el dios del espejo humeante.
Noté la mirada de lástima con la que mi mamá observaba al joven, traté de apurarme para que continuáramos con nuestro paseo pero tuvimos que esperar, pues pasaba un grupo enorme que a empellones se abría paso entre la multitud, encabezado por un pochteca que graciosamente caminaba con la nariz dirigida al cielo, en honor a su diosa, Yacatecuhtli, todos admiraban sus ricos ropajes y costosas joyas que lucía, para demostrar, hasta donde habían llegado en sus incursiones comerciales y diplomáticas. Iban al frente de los cargadores o tamemes que caminaban a duras penas, encorvados llevando los cestos con productos diversos en la espalda, sostenido por un mecate que se amarraban en la cabeza.
Cuando finalmente pudimos continuar con nuestro recorrido, llegamos a una sección en donde casi no había gente, porque un guardia pochteca vigilaba la entrada, moviendo un hermoso abanico. Era la sección destinada para los pipiltin o nobles, ahí se podían comprar sandalias, joyas, grandes penachos de plumas exóticas y hermosos trabajos de orfebrería, pero también productos de lejanas tierras que no se encontraban en la región. Las dos de inmediato, sonreímos y apuramos el paso, al ver que ahí se encontraba mi abuelo, hablando con un comerciante que le mostraba algunos pinceles.
–Bendecido seas padre, ¿aprovechando la mañana? –saludó mi madre.
–¡Que el sol se derrame en ustedes, Atzin y Yeyetzin! Aquí estoy admirando estos hermosos pinceles. ¿Han encontrado algo de su gusto? –Sonrió mi abuelo señalando la pequeña ave que traía en mis brazos.
–Sí, esta pequeña ave será nuestro modelo para lo que mi grupo pintará en un rato, padre –dijo mi mamá preocupada, refiriéndose al último presagio que el propio Gran Tlatoani había presenciado–, aún no sé cómo era el espejo que tenía entre los ojos y menos cómo eran esos hombres venado, que nuestro Señor ha visto.
Mi abuelo iba a contestar, cuando un rumor, casi un zumbido, empezó a crecer en intensidad, hasta provocar que muchas personas empezaran a correr, algunas otras reunían sus productos para que no fueran robados, aprovechando el desorden. Mi abuelo, instintivamente, nos abrazó a las dos y dado que el lugar estaba semivacío, quedamos inmóviles, protegidas por el guardián pochteca y los comerciantes que de inmediato sacaron sus puñales. Aún no sabíamos por que la gente corría despavorida, hasta que un muchacho vino a gritar hasta donde estábamos: ¡Las aguas del lago están hirviendo y han entrado a las casas!