Relatos de la abuela Toci: Los sueños de la pareja perfecta

Relatos de la abuela Toci: Los sueños de la pareja perfecta

La pareja perfecta firmó el divorcio pensando que sus diferencias eran irreconciliables. Atrás habían quedado los años de tórrido romance, las noches de pasión, las tardes de largas pláticas donde se decían que eran el uno para el otro. Ruptura de dos almas gemelas como les decían quienes —con incredulidad— se enteraban de su separación. Y si, en efecto, su similitud había sido su principal atracción, pero también la causa de su distanciamiento.

Cuando se conocieron no fue un flechazo a primera vista lo que los unió. Habían sido años de atender pacientes, durante su etapa de internado; como médicos residentes coincidían en hábitos: la puntualidad para llegar, la obsesión por atender de la mejor manera a sus pacientes. Concordaban en el mismo diagnóstico y en el tratamiento. Se hicieron amigos que se admiraban mutuamente y respetaban su trabajo. De ahí al amor, solo fue un paso. A la vuelta de la esquina se vieron profundamente identificados y correspondidos; llegó a tal nivel su empatía que compartían los mismos gustos para comer, las películas que querían ver y en los autores que ambos leían. Se asociaron como médicos y fue todo un éxito. No tuvieron problemas de conseguir casa porque los dos armonizaron rápidamente en las características de la que querían. No cedía ninguno porque los dos compartían los mismos gustos. Hasta en la forma de vestir coincidían: blanco y negro; trajes ejecutivos oscuros con blusas o camisas impecablemente blancas. Sus amigos se burlaban de ellos y les decían que los habían hecho en serie, ellos se reían y se tomaban de la mano, viéndose a los ojos, con la seguridad de haber encontrado a su media naranja.

La empatía llegó a tal grado que después de convivir todo el día, empezaron a convivir durante la noche. Y no me refiero a los juegos sexuales, —a los cuales eran muy afectos—, ni a insomnios compartidos. También desde el subconsciente, empezaron a tener coincidencias y a soñar lo mismo, todos los días. Ese fue el principio del fin.

Al principio, cuando la magia del amor era color de rosa, el sueño compartido los hacia despertar felices y continuar los arrumacos durante todo el día. A veces, se miraban con una sonrisita cómplice que el otro adivinaba que era el recuerdo del sueño erótico en el que ambos habían coincidido.

Al paso de los años, la efusividad había disminuido y las explosiones de amor también, pero los sueños seguían siendo tema de dos. Ella soñó que estaba en el asiento de atrás de su auto; en el lugar del copiloto, la enfermera más guapa del hospital donde se habían conocido, sonreía y bromeaba con el conductor, su marido. Ambos se veían felices, ella se quedaba callada observando las bromitas cariñosas que se hacían, que le develaban con horror la relación que mantenían; ella trataba de voltear para otro lado, pero no pudo evitar ver cómo la guapa mujer colocaba su mano en la pierna de su esposo. Él por su parte, a través del espejo retrovisor la veía y le preguntaba —como si nada—, si todo estaba bien. A la mañana siguiente, al ver a su marido cantando en la regadera y saludándola con una sonrisa de oreja a oreja, la puso de tan mal humor que no le dirigió la palabra en todo el día.

La revancha vino después. Él tuvo un sueño en donde se veía recibiendo invitados para una cena con motivo de su cumpleaños; ahí estaban las personas que más quería. Su esposa había previsto todos los detalles perfectamente, como les gustaba. Al empezar a degustar la sopa, él había visto como pedazos de la fibra para lavar los trastes, flotaban junto con los crotones. Miró con horror a su mujer, pero ella —como si nada— le había sonreído de manera encantadora. Lo peor había sido el plato fuerte: las codornices que personalmente su mujer le había servido, tenían pelos y colmillos, mostrando a todas luces que se trataba de otro animal. Había observado lo que los comensales a ambos lados comían y eran claramente las deliciosas pequeñas aves en salsa de ciruela, que eran su platillo favorito. No pudo probar bocado. Por alguna extraña razón, a la mañana siguiente, su mujer lo invitó a comer codornices a ese pequeño restaurante francés que tanto les gustaba; él le lanzó una mirada de asco y le dijo que se sentía indispuesto.

Los sueños antes idílicos, con el paso del tiempo se tornaban en pesadillas constantes, en donde siempre había un toque de malicia de parte de alguno de los dos.

Ella empezó a pensar en la separación a partir de que soñó que los dos eran perseguidos por seres monstruosos que les querían cortar los pies. Al principio, los dos huyeron tomados de la mano, pero ella corría más lento. Venturosamente habían encontrado una casa y él la había soltado diciéndole que iba a intentar abrir una de las puertas. Cuando ella finalmente había llegado, ninguna puerta estaba abierta y ella veía por la ventana, como él reía con otras personas al interior, dejándola completamente a su suerte. Había despertado agitada y aterrorizada.

Las diferencias que mostraban desde sus inconscientes sintonizados, se multiplicaron en la vida real. Él se volvió callado y taciturno y veía con sospecha todo lo que su mujer hacía. Ella se empezó a vestir con vestidos de colores estridentes y a estar de mal humor de manera permanente. Las discusiones eran continuas. Hasta su clientela empezó a escasear, cuando empezaron a presenciar cómo, abiertamente, alguno de los dos discrepaba del diagnóstico que él otro había emitido.

La gota que derramó el vaso fue nuevamente un sueño. Había sido una noche después de haber tenido una agria discusión sobre a quién heredarían en su testamento, al no tener hijos. Ella quería dejarle todo a su sobrino favorito, que a él le parecía un mantenido. Él le había insistido en dejar una parte importante al hospital donde se habían conocido, para apoyar a las estudiantes de enfermería de bajos recursos. Al escucharlo, ella se había descompuesto: le había gritado que seguramente era por esa guapa enfermera con quien lo había descubierto en muchos de sus sueños y ese recuerdo había desencadenado la más terrible discusión de todos sus años de matrimonio. Él se había ido a dormir al estudio y ella se había encerrado en la recámara con la convicción de no permitirle volver a dormir junto a ella, nunca más. Sin embargo, sus subconscientes volvieron nuevamente a entretejer sus sueños.

Los dos estaban a punto de saltar en un paracaídas. Se comunicaban a través de un micrófono conectado a sus cascos. Ella tenía problemas con el control de su paracaídas. El instructor les había recomendado que él la abrazara y había sujetado los dos arneses para volar juntos, por si ella necesitaba asistencia. Él había aceptado sujetarla, pero antes de brincar de una altura de más de cinco mil metros, él le había pedido que antes lo tenía que escuchar. Había empezado a decirle que detestaba la manera autosuficiente con la que se comportaba con su clientela y que hasta su forma de comer y escucharla sorber la sopa, odiaba.

En ese momento, el instructor gritaba ¡ahora! Y ambos habían saltado. Pero aun volando, la confesión había continuado y le decía que si se acordaba de la enfermera con quien en sueños la había visto, efectivamente había tenido una aventura con ella. Lo que a ella más le dolió fue cuando le dijo que ya no la amaba. Al final, desahogando toda su inquina, le había espetado que no le iba a dejar ninguno de los bienes porque en ese momento la iba a soltar y dejarla a su suerte, al tiempo que soltaba de su arnés, el gancho que los unía. Y lo hizo. Desafortunadamente para él, fue su paracaídas el que no funcionó. . .

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